Día: 20 de octubre a las 18:00 h
Lugar: Venta de los Gatos (Avda. Sánchez Pizjuán, 25)
Rogamos su difusión
Jacinto Martínez
LA VENTA DE LOS GATOS
En el camino que iba desde la Puerta de la
Macarena, hasta el monasterio de San Jerónimo, y que hoy es la Avenida Sánchez
Pizjuán, existió desde al menos el siglo XVIII una famosa venta llamada “La
Venta de los Gatos”, rodeada de hermosísimos árboles, y próxima a la orilla del
río, lo que mantenía aquel lugar siempre verde y placentero. Era lugar muy
frecuentado por el vecindario sevillano que acudía a aquel lugar las tardes de
los días de fiesta, a merendar y solazarse. Había columpios pendientes de las
ramas de los árboles, en donde solían jugar las mocitas, y por toda aquella
pradera se jugaba a la gallina ciega, a los escondites, o se cantaba al son de
la guitarra y se bailaba con acompañamiento de castañuelas. Era, en fin, como
una pequeña feria de abril, pero que duraba todo el año.
Gustavo Adolfo Bécquer, el célebre poeta
del Romanticismo, estuvo en esa Venta de los Gatos, allá por el año 1854, y
cuenta que admirado de la belleza de una joven que estaba cantando en un
animado grupo de muchachas y muchachos, sacó su bloc y su lápiz, y en pocos
momentos hizo un pequeño retrato o apunte del rostro de la mocita,
regalándoselo después al novio de ella. Hablando con este supo que la muchacha
se llamaba Amparo, y que habiendo sido abandonada en la Casa Cuna, fue recogida
por el dueño de la Venta, padre del muchacho, quien la crió como a hija, y que
con el transcurso del tiempo, al hacerse mayor, habría brotado la llama del
amor en los corazones de los dos jóvenes, que pensaban casarse próximamente.
Marchó Gustavo Adolfo Bécquer a Madrid,
donde permaneció varios años, y regresó a Sevilla siendo su primer deseo pasar
una tarde en el recreo campestre de la Venta de los Gatos, beber una copa de
vino, escuchar las canciones, contemplar a las muchachas en los columpios, y
participar en el baile popular. Pero durante su ausencia las cosas habían
cambiado; el verde y umbroso prado que se extendía algo más allá de la Macarena
en dirección a San Jerónimo, había dejado de ser lugar de recreos, para
convertirse en el fúnebre recinto de los muertos, al construirse allí el
Cementerio de San Fernando. La Venta de los Gatos había perdido su bulliciosa
concurrencia, porque ¿quién iba a ir a bailar, y a divertirse, en los
alrededores de un cementerio? En vez de grupos de muchachas rientes, y de
grupos de familias con niños merendando en el césped, la única concurrencia que
se acercaba a la Venta, eran los sepultureros, con su azada al hombro; los
cocheros de los coches fúnebres, que al regreso de los entierros se detenían
allí a contar y repartir la calderilla de las propinas; y los cortejos de
acompañantes llorosos, que terminados los entierros se detenían un momento a
tomar una copa de aguardiente, para reponerse del mal trance del que venían.
En medio de esa triste gente, Gustavo
Adolfo Bécquer entró en la Venta de los Gatos, y preguntó al ventero por
aquella muchacha, Amparo, que él había retratado a lápiz, y por aquel muchacho,
novio de ella, de quien el poeta se había hecho amigo poco antes de marchar a
Madrid.
Y el ventero le contó entonces la triste y
romántica historia del desenlace de aquellos amores.
Amparo y su novio vivían felices en pleno
idilio, pensando ya en casarse, cuando cierto día acudieron a la Venta de los
Gatos dos señores, que entre copa y copa se interesaron curiosamente por la
muchacha, preguntaron la edad que tenía, y la fecha en que el ventero la había
sacado de la Casa Cuna para prohijarla. Incluso el ventero les enseñó los
pañales en que venía envuelta la niña cuando él la recogió. Entonces aquellos
señores se dieron a conocer: la niña había nacido de los amores clandestinos de
cierta dama principal de Sevilla, la cual aunque dejó a su hija en la Inclusa,
había seguido vigilándola todos estos años. Y ahora, al cambiar las
circunstancias que le impedían tener a su hija consigo, la reclamaba.
De nada sirvió que el ventero intentase
conservar a la que siempre había cuidado como a una hija, y que además era la
novia de su hijo con el que próximamente iba a casarse. Su oposición no sirvió
para nada, porque la madre de Amparo tuvo más fuerza y los tribunales le
devolvieron la niña.
Pero lo peor era que la madre no quería
que Amparo se casase con un muchacho humilde, cuyo oficio era despachar
botellas de vino en una venta. Ella quería para su hija otra boda mucho más
brillante y de más rango social. Así, desde el día que Amparo marchó a la casa
señorial donde vivía su madre, no se le permitió ninguna comunicación con su
novio ni con sus padres adoptivos.
La madre pensó que de este modo Amparo
olvidaría toda su vida anterior, y sería fácil el adaptarla a su nuevo ambiente
de su alta clase social.
Pero Amparo, en vez de adaptarse, fue poco
a poco perdiendo junto con la alegría, la salud. La habían quitado de aquel
ambiente sencillo y alegre de toda su vida, y le habían robado lo que para ella
valía más, que era el amor. Así, enfermó de melancolía, y pocos meses después
la tuberculosis, la enfermedad del siglo, la tenía postrada en su habitación,
mirando desde la cama, con nostalgia y desesperación, el lejano trocito de
paisaje verde, y de cielo azul, que se enmarcaba en el recuadro de su ventana.
Mientras tanto su novio, también abrumado
por la tristeza, había perdido el interés por todo lo que fuera diversión. No
había vuelto a poner sus dedos en la guitarra y ahora sus paseos en los ratos
libres, en vez de dirigirse hacia Sevilla, eran hacia arriba, al cementerio,
donde, abismado en melancólicos pensamientos, se sentaba en el poyete de
ladrillos y mármol de una tumba, o se arrodillaba largos ratos en la capilla, o
se detenía a contemplar la ceremonia de dar sepultura en la fosa a algún ataúd
de los que cada día llegaban en los coches fúnebres al camposanto.
Y fue así como cierto día, cuando
presenciaba un entierro, al efectuarse la ceremonia que en aquel entonces se
acostumbraba, de abrir un momento el ataúd para que los parientes del difunto
pudieran contemplarle por última vez y despedirse, el muchacho, que se había
acercado mezclado con el acompañamiento, vio con intenso dolor, que el cuerpo
que había en aquel ataúd era el de Amparo. La muchacha había muerto, al fin, de
pena y de dolor.
El muchacho dio un grito y cayó al suelo
desmayado. Los acompañantes del entierro le recogieron, y le condujeron a la
Venta de los Gatos, adonde uno de los sepultureros les dijo que el muchacho
vivía.
Pasó algún tiempo entre la vida y la
muerte, y cuando al cabo se restableció su salud, resultó que había perdido la
razón. Su padre el ventero, no consintió sin embargo llevarle al manicomio a
encerrarlo, sino que preparó una habitación en la venta y allí le recluyeron. Y
como era loco pacífico, sin más obsesión que la de su amor desgraciado, pasaba
los días, ora llorando, o mesándose los cabellos, o a veces pedía la guitarra,
y como había sido buen improvisador hilvanaba alguna cancioncilla cuyo
argumento era siempre el mismo: recordar a Amparo, y dolerse de su muerte.
En el carro de los muertos
la pasaron por aquí,
llevaba una mano fuera
por eso la conocí.
Fuente: Tradiciones y leyendas
sevillanas, de José María de Mena.
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